A finales de junio grupos de hombres amigos, vecinos o familiares, se ayudaban en la cosecha de los cereales. A la salida del sol aparejaban sus bestias con las jamugas, para poder acarrear los haces de trigo o cebada. Una vez en el tajo, la cuadrilla se disponía a degollar los tallos que sujetaban los granos dorados, cubriendo sus dedos con deiles (piezas de cuero duro que se ponían en los dedos de la mano izquierda, para protegían los dedos de manos alijadas, de posibles cortes). La mañana iba avanzando y el sol ya en la cima, calentaba sus cuerpos, rostros cansados , ajados, frentes sudorosas por las cuales se deslizaban las gotas de sudor que surcaban los pliegues de sus pieles , gotas que iban engrosando en su recorrido .rostro cuello y finalmente pecho.
Las mujeres preparaban la comida (gachas, migas… etc , y con mucha suerte los últimos resquicios de la matanza, tocino, chorizo o morcilla metidos en aceite, y sobre todo el gazpacho de vinagre agua y pepino). Aparejaban las burras con las aguaderas, e introducían las ollas de porcelana roja para llevarlas al tajo, cuando el sol más calentaba. Era el único y ansiado momento de descanso para ellos, la llegada de sus mujeres, para degustar los exquisitos manjares. En el bancal solía haber una pequeña cueva para refugiarse del calor en los momentos de la comida, o de las posibles tormentas estivales. Al finalizar el día el sol ya estaba bajo, vestían las bestias con los haces de cereales, (podían cagar hasta 14) solo se les veían patas y cabezas, en procesión se dirigían hacia la era, donde descargaban la recolecta del día, con las horcas de madera extendían la parva y al siguiente día se trillaba. Las primeras vueltas eran peligrosas, debido al grosor de la parva, el trillo podía volcar y dañar al agricultor o a los animales. La trilla solía durar unos tres días, quiero recordar. Sobre las cabezas de las mulas solían poner anteojeras, cabezadas y mosqueros hechos de hilos de pitan, para evitar las picaduras de las moscas burreras “A las cinco, mi madre me mandaba con la merienda y mientras él descansaba en el fresco del pajar, tomaba un bocado, me dejaba el trillo, empezaba a dar vueltas, sobrecogida por el miedo y el placer que aquello me producía”. Una vez finalizada la trilla, al caer la tarde con la brisa se ablentaba la parva,( lanzando al aire la mezcla de trigo y paja, con una pala ancha de madera, llegando al suelo el trigo separado de la paja. Esta se encerraba con la gaveta (recipiente con la base semicircular, forrado de tela metálica, atravesado por dos palos para poder cogerlo y así transportar la paja al pajar. El trigo se llevaba a la solana y posteriormente al molino para hacer la harina para el amasijo, se echaba en un costal (saco largo y fino, de tela gruesa, blanco con rallas azules). El molinero cobraba la maquila (se quedaba con parte del trigo por realizar la molienda). De la piel se sacaba el salvado, el cual se utilizaba para el amasado de los marranos, que se solían engordar de junio a diciembre para las matanzas.
Finalizada la cosecha mi padre en sus tiempos de noviazgo vestía sus mejores pantalones remendados y cortos, lavándose en la zafa de porcelana y dejando los surcos del peine en su pelo negro, quedando engominado por el polvo y el agua, Ajustaba la correa a su cuerpo musculoso y delgado, preparándose para subir la cuestas Alhanda, y Collado en busca de su PEPILLA. El corazón le latía con más fuerza de lo habitual debido al esfuerzo de la pendiente y por quien llevaba en mente. Nunca vi a mi padre llorar, hasta el día en que el corazón que él eligió, dejó de latir, o cuando me pedía que regara sus MACETAS entre sollozos, para él, quizás fue una manera de mantener vivo su recuerdo, cuidando lo que a ella más le había gustado.
En el rastrojo (parte baja del tallo que quedaba en la tierra después de la siega) las mujeres lo recogían haciendo una cama para depositar en ella los pimientos del huerto, cubriéndolos con otra capa de rastrojo a modo de sábana, con el mismo mimo de quien adormece un bebé, para asarlos. La labor era pesada, en ella participaba toda la familia, una vez asados se ponían en espuertas y se llevaban a las casas, se pelaban, y partían en trozos pequeños, mezclándolos con tomate. Lo difícil era embotellarlos, pues no había botes de boca ancha. La mezcla de pimiento y tomate se ponía en un lebrillo de barro. En el cuello de la botella se introducía un embudo el cual se llenaba con un cazo rojo de porcelana, y para meterlo en la botella se le empujaba con un palo fino, a su paso por el cuello del embudo salpicaba el tomate y al final de la tarde parecía que íbamos vestidos de lunares rojos. Mi hermano, conseguía convertirlo en un juego, y nos retaba a ver quien conseguía llenar más botellas, por lo que el día de trabajo solía resultar ameno. Finalmente se tapaban con un corcho y se cocían al baño maría, en una gran caldera. En las ascuas de la lumbre se ponían patatas para asarlas y posteriormente carne, para la comida.
Si observamos el proceso, era una manera de ir aprovechando al máximo todos los recursos que nos ofrecía la naturaleza, todo estaba coordinado y bien medido. En fin, labor de hormiga, almacenado para el invierno, y no de cigarra.
Mª Luz Gómez.