DULCES RECUERDOS

Aún parece que tengo en mis fosas nasales, ese olor dulzón a masas calientes, que nos abrían paso a los sabores inolvidables, y a todo el proceso de elaboración que ello conllevaba, lo que se podía considerar como un arte culinario. Me refiero, a esas reuniones de familias o vecinos, que pasaban días elaborando los dulces de navidad.

Lo que más me gustaba era, ver a mi madre junto al fuego, batiendo en un lebrillo, aquella blanca y viscosa manteca. Meter las manos y estrujarla, y ver cómo salían ríos de manteca, entre los huecos de mis dedos, como un delta de aguas lentas, sin prisa, al desembocar en el mar, me fascinaba.

La blanca manteca iba cayendo como algodonados copos de una gran nevada.

Ver sacar aquel bloc de tapas marrones desgastadas por los años, era todo un misterio. Allí quizás, se encontraba el secreto mejor guardado, las recetas de mis abuelas y vecinas. Recetas que habían sido elaboradas con mucho mimo, y que darían paso a sabores con figuras geométricas inigualables: Los rosquillos de vino y aguardiente, los mantecados del dedo con círculos, hojaldres con formas de rombo o rectángulo,…

A los niños nos daban una pelota de masa, para que las dejáramos tranquilas.

Aquellas galletas, se hacían en la máquina de llenar los embutidos.
Todo se ponía en latas de hierro, en espera de que el horno estuviera a la temperatura adecuada, para comenzar a meter latas.

En un principio, se cocía el pan, y después, cuando la temperatura estaba más baja, se cocían los dulces y se guardaban, en las taquillas o despensas, sin darles el baño de azúcar, en ollas de porcelana roja.

Cuando faltaban pocos días para Navidad se les daba el baño de azúcar. Si lo hacíamos antes, desaparecían por arte de birlibirloque, porque mi hermano, Fernando, era un depredador de rosquillos.

Siempre nos afanábamos en elaborar ricos dulces, como el chapurrao y el chipichurri de membrillo, para después degustarlos en compañía de los seres queridos, frente al fuego o en la mesa camilla, calentada por braseros de picón. En su centro, se colocaba una bandeja redonda de color plateado, adornada con los dulces y a su vera, vasillos de licores inigualables.

Pero lo que más me gustaba era ir a casa de mi tía Lola. Allí compraban unos dulces que iban envueltos, en unos papeles de colores brillantes, que hacían mucho ruido al abrirlos. Lo hacía muy lentamente, como si fuera un proceso algo mágico, la luz se reflejaba en el papel y se hacía más luminosos aún, haciendo que con el movimiento del mantecado que giraba sobre sí mismo, se desprendieran pequeñas estrellas, que iluminaban mis ojos.

Mª Luz Gómez

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