SENSACIONES DE VIDA

Recuerdo las horas que pasábamos en el corral, unas veces ayudando a dar de comer a los animales y otras observando. En una de las paredes había una gran anilla donde se ataban las bestias para cargarlas o descargarlas y los martes día de mercado las usaban los parientes de mi madre que venían desde los anejos y allí dejaban sus burras mientras hacían sus compras.
Al corral se accedía por una gran puerta y encima de ella había un gran palo que hacía de marco, cubierto por guitas ( cuerda) y estas a su vez por yeso que en algunos lados ya se había caído y dejaba al descubierto esas cuerdas ya carcomidas y desgastadas por el paso de más de cien años. Al entrar a la derecha siempre había una pila de leña, donde se refugiaban los conejos y debajo de ella, hacían las madrigueras minando casi todo el suelo. Cuando anidaban debajo del pesebre y habían pasado unas dos semanas que ya tenían un poco de pelo, me gustaba tumbarme y retirar el pelo de la madre que los cubría, para acariciarlos. Son sensaciones indescriptibles. Siempre aguarda ese momento con mucha impaciencia, porque antes no se podía ya que decía mi madre que si los acariciábamos antes las conejas aburría las crías. A la izquierda estaba la pila, donde mi madre desgastó media vida lavándonos la ropa, en los inviernos helada de frio y en verano acosada por los picotazos que daban las moscas en las piernas. Mientras yo me entretenía con un palo o granzón que cogía del pesebre de la mula y en las grises y mullidas telas de arañas construidas por varias generaciones entre los huecos de las piedras que formaban las tapias del corral y donde viva una gorda y negra araña aguardando como una vampira a que cayera alguna mosca para chuparle la sangre. Cada vez que salía de su refugio me gustaba darle un poco con el granzón de paja o observar como iba a por la mosca
Al fondo había un váter de agujero al que se subía por unas escaleras y debajo andaban las gallinas esperando a que cayera algo para picarlo.
Teníamos una cabra que cuando la ordeñábamos se volvía y si podía te mordía en el pelo, seguramente le hacía daño, pero ella se defendía muy bien. Solo estaba tranquila cuando le arrimábamos sus hijos para que mamasen, esos vellones suaves de pelo que saltaban con una gracia indescriptible.
Mi recuerdo continúa entrando a la cuadra donde se encontraba la picacera donde mi padre muy pacientemente picaba el esparto para hacer pleita en invierno y encima de ella había algo una madera con un hueco circular para cortar la alfalfa con una hoz y hacer el amasado para los marranos. Cuando criaban las marranas lo más bonito era estar en silencio y ver cómo iban naciendo esas pelotillas rosas. Mi madre con gran habilidad los cogía y les retiraba la parte de placenta que llevaban, soplándole cerca de la boca para que se movieran. Allí permanecía la pobre de la madre con dolores y el resto de hijos mamando desesperados por encontrar su pezón.
Una parte del gran corral la cubría un tenado de gavillas de ramas, sobre el que se posaban las palomas. Servía para que los animales se resguardaran del sol o la lluvia y con sus gavillas se calentaba el horno cuando hacia pan. Aun puedo oler ese olor que revivía a cualquier, las babollas. los bollos de aceite……
En la puerta en un rincón soleado, casi siempre había un cardero de lata con agua para que se calentara y lavarnos, en invierno se ponía al orete de la lumbre. Así iban transcurriendo los interminables días de mi infancia.

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Mª Luz Gómez

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